domingo, 26 de abril de 2009

Hacia la ermita





La capilla del monasterio está construida en piedra. Grises en su mayoría, algunas más blancas, cobijan restos de liquen aquí y allá.
Sus bóvedas y arcadas y su organización geométrica, la delatan gótica. Pero es un gótico desnudo, solo formal. El contenido en extremo sobrio.
La gran cruz central, de roble antiguo, sin la imagen del Salvador, espera vacía que el observador proyecte sobre ella su arquetipo interno.
Los asientos del coro, en dos filas enfrentadas detrás del sagrario, son también de madera, aunque de irreconocible procedencia. Los cubre una pátina de uso fruto de siglos.
El altar es de roca sólida y está cubierto por un grueso madero rústico, brillante sin embargo por la cera, que en repetidas capas, devotas manos le aplican diariamente.
Todo el conjunto se destaca gracias a la luz oblicua y colorida que deja pasar el único vitreaux del templo.
Las ventanas, altas y angostas, bien ojivales; estrechan el paso de la luz, recostándola precisamente detrás de las columnas.
Esto deja áreas penumbrosas, favoreciendo el recogimiento y haciendo más solitarias las figuras, que en fervorosa búsqueda, continúan quedas después del oficio.
Junto a la puerta lateral que da paso al claustro, destila agua bendita una pequeña fuente normanda, originando el suave rumor líquido que en ecos sucesivos, recorre la nave central.
Esta gran bóveda embaldosada en granito indefinible, sin mobiliario alguno por orden del Abad; permanece desierto manifiesto, propicio a la meditación, la sumisión y el abandono.
La puerta principal, de cedro rojo y macizo con aldabas de hierro; protege la clausura que resistió inviolada numerosas guerras y tumultos revolucionarios.
Detrás de ella surge un sendero de grava fina, muelle al paso, que va desdibujándose conforme ingresa al bosque. Allí se difumina, exhalando hojas secas en dirección a la ermita, que como punto sagrado de unión entre cielo y tierra, domina el claro bordeado de jóvenes coníferas.

Colaboración de Mario Rovetto

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